Gabriela Schuhmacher

Nació en la ciudad de Santa Fe, en 1970. Publicó los libros de poesía: Cantos del norte (Editorial de l’aire, Santa Fe, 2016), Puros e Impuros/Extensos Óleos (Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2018) y Ahogada en otro Tíber (Editorial Ciudad Gótica, Rosario, 2018). Obtuvo la beca en letras del FNA (2017) por el proyecto Ahogada en otro Tíber. Recibió una mención honorífica en el Premio José Pedroni de poesía, categoría inéditos 2016 – 2019 por el libro Golpe de frío (Santa Fe, 2019). Integra entre otras antologías, la Federal de Poesía Región Centro (CFI, Buenos Aires, 2018). Sus poemas pueden encontrarse en diferentes revistas digitales y blogs. Estudió artes visuales y es gestora cultural egresada de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Poemas
Cuando niña, los perros de las casas
seguían mis recolecciones
de frutos silvestres y luego se esfumaban.
Sentada sobre algún tronco caído, desgarbada
y flaca como era, no había hombres
que sospecharan mi presencia. Inadvertida,
preservada por la noche, miraba las estrellas
y elegía una. Con la palma abierta
la tapaba y seguía con otra,
nada perturbaba la regla del cielo:
lo oculto brilla a años luz.
Convencida, de regreso a casa,
como los guardianes de los pobladores,
me acercaba a comer.
Diferenciarse en la oscuridad
es el trabajo de una vida.
La muerte pasa cerca
si sentís un raro escalofrío
que te atraviesa el cuerpo,
dijo Doña María mientras
ofrecía los lotes de verduras
al borde de la ruta. Le creímos,
cómo no hacerlo, esa sensación
aparecía seguido. Nos gustó
pensar que hablaba de su hija
muerta de pequeña.
Sobre un tablón, acomodaba
frutas o atados de acelga
como cosas queridas.
Alejados de la realidad,
otras muertes pasaron cerca
con aroma a arena de río.
La mano extendida
de Doña María nos invitó
a volver del breve estupor
con un gajo de mandarina:
prueben, no se las pueden perder.
El plano extendido en la mesa del comedor
parecía un mapa con relieves geométricos. Papá
enmudecido se sentó a contemplarlo.
Nadie supo qué hacer. Tomé coraje y le pedí
que me enseñara a calcular la altura de las paredes
mirando las líneas. Está en falsa escuadra, dijo
y volvió al silencio. Su afirmación, como un lamento,
sostuvo el último sorbo de café que pude dar.
Una explosión detonada en seco y la polvareda
antes de levantar las medianeras, poner los tirantes,
apisonar la tierra. El pozo de agua siguió
junto a la hilera de ladrillos.
Caminar por encima fue como vernos en casa:
acá está mi cama, decía Teresa; acá la mía,
Susana. Todos estábamos apurados
por habitarla. Si perdíamos el equilibrio,
nos caíamos al hueco a medio rellenar,
nos soltábamos casi de la vida. Las portulacas
de la zona invadieron cada futura habitación.
A veces, papá, mirando los cimientos sonreía
y volvía a cortar césped, a matar hormigas.
/ a mis hermanas